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Vita Antonii VIDA DE SAN ANTONIO ABAD Por San Atanasio de Alejandría ( Año 357).

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PRINCIPIOS DE ASCESIS MONÁSTICA

EL MONASTERIO Y EL MUNDO

Un monasterio, con sus sólidos y sobrios muros, en un valle tranquilo, alejado de las ciudades, fue construido para acoger a hombres que deseaban solamente servir a Cristo, hombres que, llenos de buena voluntad, escogieron vivir los principios del Evangelio según una regla y bajo un abad.

Acercarse a un monasterio, sin duda produce un impacto en el corazón del hombre de hoy que lo contempla, y podrá ayudarlo a reflexionar sobre qué sentido puede tener consagrar a Dios la propia vida. Un monasterio en el cual, durante siglos, se han reunido cristianos, es, ciertamente, testimonio de la primacía del Espíritu, de la realidad del mensaje de Cristo. Es como un grito que quiere decir a todos los que se acercan con un corazón puro y sencillo, que Dios ha entrado en la historia de los hombres, que el Hijo de Dios ha venido a convivir con nosotros, y que, si todo, incluso lo bello y noble que puede existir en la tierra, puede desfallecer, la Palabra de Dios se mantiene firme y lleva a término su obra,

Los monjes, antes de escuchar la llamada del Señor, eran hombres como los demás, hombres de la calle, combinación de ideal y de miseria, como todos somos. Pero Dios despertó en su corazón deseos de una vida mejor, y por esto, llenos de buena voluntad, respondieron decididos a abrazar lo que comprendieron que era su camino.

En el monasterio encontraron un marco que unificó su vida: todo les llevaba a Dios. Dejaron que, poco a poco, su corazón fuese educado por la gracia divina y que la fuerza del Espíritu llenase sus vidas. Monjes por su profesión, no dejaron de ser los mismos hombres por naturaleza y debilidad; pero su vida orientada hacia Dios era una gracia inapreciable del Altísimo, que fue transformándoles cada vez más en hijos del Padre que está en los cielos. Aún hoy, el monasterio quiere dar al mundo este mensaje de la grandeza de Dios y de la fecundidad de su amor, creador de nuestro bien.

Pero el monasterio ha sido, en épocas pasadas, centro de vida cultural y de otras muchas actividades temporales, que incidieron profundamente en la vida del pueblo. Aún hoy entre los monjes la erudición y la investigación encuentran un ambiente apropiado. Esto supone que mucha gente espera y pide que el monasterio ofrezca actividades concretas que enriquezcan la vida y la espiritualidad del mundo de hoy.

El monje, a pesar de tener una vocación peculiar, nunca se ha cerrado egoístamente cuando las necesidades del momento, en la Iglesia o en el país, han reclamado su esfuerzo y su colaboración. Pero ninguna de estas actividades temporales es la suya, la propia, la característica.

El monasterio no tiene otra misión que la de representar el misterio de la trascendencia de Dios, de la primacía de Dios. El monasterio recoge a los monjes para que puedan vivir la vocación que han recibido, teniendo presentes a todos los hombres y sus necesidades ante el Señor y ayudando al mundo a orientarse hacia Dios.

Haciendo presente en la Iglesia el misterio de la plegaria de Cristo, el monasterio cumple su tarea, y, a despecho de su aparente inutilidad, siempre colabora positivamente para que la ciudad terrena, que los hombres se esfuerzan denodadamente en construir, tenga como piedra angular la misma que Dios ha dispuesto: Cristo Jesús.


El capítulo IV de la Regla Benedictina lleva un título original: «Los instrumentos de las buenas obras». En él, san Benito presenta el monasterio como una escuela, un taller en el cual el monje se esfuerza en rectificar el camino de la propia vida. Ofrece al discípulo aquellos medios que pueden ayudarle a servir perfectamente a Cristo. La larga enumeración de dichos instrumentos ‑que no quiere ser exhaustiva‑ indica, desde el comienzo de la Regla, la tarea espiritual que espera al monje. En otros capítulos ampliará aquellos aspectos que pueden ser especialmente importantes. Trataremos de recordar los más significativos.

Bautismo y vida monástica

La lista de instrumentos de las buenas obras comienza con el Decálogo, el núcleo de la Ley dada por Yahvé a Moisés en el Sinaí, y que Jesús, como afirma en el Evangelio, ha venido completar. Se ha hecho notar la relación existente entre este capítulo IV y la preparación de los catecúmenos al bautismo..

Existe una razón profunda por la que san Benito propone a sus monjes los diez mandamientos en el programa de su vida espiritual: ser monje quiere decir esforzarse en vivir con toda fidelidad el compromiso bautismal. En este sentido, algunos autores medievales a menudo presentan la profesión monástica como un segundo bautismo: hay que entenderlo en el sentido de una renovación del compromiso aceptado en el momento del baño regenerador y de la voluntad de llevarlo a término con la ayuda de la ascesis cristiana.

Cristo, ideal del monje

La concepción que el santo Patriarca tiene de la vida monástica explica que, desde el comienzo de la Regla, proponga como ideal y fundamento de su ascesis el seguimiento del único Rey, Cristo Jesús. El monje, en efecto, no ha de anteponer nada al amor de Cristo, en cuyo misterio pascual ha de participar mediante la paciencia. Y la imagen de Cristo que propone como modelo no es otra que la que Pablo describe en su carta a los cristianos de Filipos: el hombre Jesús que se despojó de sí mismo, tomando condición de siervo, que se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte, y muerte de cruz.

La humildad

La humildad es la actitud fundamental del monje. Se trata de la actitud serena y equilibrada del hombre que se siente hijo de Dios y acepta en su plenitud la dependencia que esto supone. Para san Benito, la humildad es la consecuencia normal de una fe profundamente vivida, de la conciencia de la presencia de Dios en nuestra vida. En el capítulo VII de la Regia, con una sana pedagogía, enseña todas sus modalidades: bajo la imagen de una escalera de doce escalones propone llevar al monje hasta la caridad perfecta, que ahuyenta todo temor.

La obediencia

A imitación de Cristo, la primera manifestación de la humildad es una obediencia generosa. Jesús es el Siervo de Dios, descrito en el libro del profeta Isaías, y ama de tal manera al Padre que sólo se complace en hacer su voluntad. Este es precisamente el consejo que da a aquel que quiere seguirle: renunciando a satisfacer sus propios caprichos y buscando, por amor, lo que agrada al Padre del cielo, hará de su vida un humilde servicio de Dios y del prójimo.

Al monje que vive en comunidad se le ofrece una ayuda especial: a través del padre espiritual, del abad, le será manifestada ordinariamente la voluntad del Señor. San Benito quiere que se haga considerar con detenimiento al que llama a la puerta del monasterio este yugo de la obediencia, que ha de llevarle a Dios, para que reflexione si se siente con ánimos para aceptarlo. En el monasterio no se imponen cosas duras o ásperas, a menos que lo exija la conservación de la caridad La promesa de obediencia es una de las tres que la Regla impone al monje

La «conversatio morum»

La segunda promesa que san Benito pide a su monje, indicada en latín con la expresión «conversatio morum», generalmente traducida por «conversión de costumbres», y que ha de entenderse como la aplicación constante a la práctica de la vida común en el monasterio. Se trata de mantener la actitud fundamental de conversión que ha guiado al monje al monasterio, día a día, con la ayuda de la gracia divina, hasta el momento de la muerte. En esta promesa genérica, la tradición monástica ha visto implícitos los consejos evangélicos de pobreza y de castidad, que todos los religiosos prometen explícitamente.

La pobreza

La pobreza monástica ha de ser entendida, ante todo, como una actitud espiritual: la de aquellos que no buscando apoyo en los bienes materiales, aceptan vivir confiando en la providencia siempre atenta del Padre, sin temer la inseguridad que esto pueda comportar. Fiel al mandamiento del Señor de dejarlo todo para seguirle, el monje se despoja de toda propiedad cuando entra en el monasterio.

Entre los hermanos todo será en común, como entre los cristianos de la primitiva comunidad de Jerusalén y nada podrá ser considerado como propio por aquellos que han renunciado a su propio cuerpo y a su voluntad propia, como afirma san Benito con una enérgica expresión. Todo lo que los hermanos han menester para la vida cotidiana han de esperarlo del padre del monasterio, el cual ha de dar a cada uno según sus necesidades, sin perder de vista la austeridad y la frugalidad que corresponden a quienes se retiran al desierto.

El concepto de pobreza que propone san Benito en la Regla, inspirado evidentemente en las enseñanzas de Jesús y de los apóstoles, es realista y, sin perder nada de la esencia evangélica permite al monje llegar a la desapropiación total y a la austeridad de la vida, permitiendo al mismo tiempo que la institución del monasterio, la escuela del servicio de Dios, pueda funcionar regularmente. San Benito prefiere que sus monjes obtengan el mínimo necesario para la vida por medio del propio trabajo realizado dentro del ámbito del monasterio. No entra en el proyecto de vida diseñado por la Regla, el que los monjes salgan a pedir limosna, como será después característico de las familias mendicantes.

La castidad

Una de las características de la ascesis cristiana es la importancia que da a la castidad, al celibato voluntario por amor de Dios. En el fondo se puede afirmar que se trata de una forma particularmente estricta de la pobreza. Quienes lo dejan todo, para ser plenamente de Dios por Cristo en la Iglesia, han de asumir la sublimación de la afectividad y de la sexualidad humanas que supone el celibato por el Reino de los cielos.

Esta decisión no comporta en absoluto una actitud de desprecio hacia el matrimonio, misterio grande en Cristo y en la Iglesia, como dice san Pablo, sino la realización de una especial consagración para vivir el misterio de la unión de Cristo con su Iglesia.

La estabilidad

La tercera promesa que la Regla pide al monje en su profesión, la estabilidad en el monasterio, es una característica propia de san Benito. Convencido de la ligereza de la naturaleza humana, el santo Patriarca quiere prevenir a sus hijos de caer en la ilusión de encontrar lugares más propicios para servir al Señor que aquel en el cual han empezado a convertirse. Por esta razón invita al monje a fijarse con carácter definitivo en un monasterio, en una comunidad.

A pesar de que esto puede parecer una paradoja, la estabilidad ha de ayudar al monje a huir de cualquier instalación en el mundo, a ser verdaderamente un peregrino que se encamina hacia la ciudad que nos ha sido prometida, a mantener el espíritu abierto siempre hacia Dios y a huir del modo de comportarse del mundo, es decir hacer vivir al monje el auténtico espíritu del desierto.

La comunidad

San Benito, si bien deja entrever su admiración por los anacoretas, que, fuertes en sí mismos y sin la ayuda de otros hermanos, sostienen la lucha singular en el desierto, se preocupa únicamente de ordenar la vida de los monjes que viven en comunidad, del fuerte linaje de los cenobitas, La vida de comunidad ha sido siempre reconocida como un gran medio de ascesis. El hermano débil encuentra en la comunidad el vigor que le falta; el que es fuerte sentirá la santa emulación que le impulsará a buscar los carismas más altos.

Permaneciendo solícitos en honrarse unos a otros, soportando pacientísimamente las debilidades físicas y morales de los hermanos, obedeciéndose mutuamente con gusto y buscando el bien común, los hermanos hacen del monasterio la «escuela de caridad» de que hablan los autores cistercienses del siglo XIII. Bajo la dirección del Espíritu Santo, el monje se ejercita en la caridad, en medio de la milicia fraterna, mientras espera la venida de su Rey y Señor.

El silencio

Una de las notas distintivas del monasterio benedictino ha sido siempre la paz. Paz del espíritu, en primer lugar, que es fruto de una sincera búsqueda del Señor. Paz exterior, después, consecuencia de la anterior y que llena el ambiente del monasterio; paz que saben apreciar sobre todo, como demuestra la experiencia, los huéspedes que frecuentan el monasterio, Y uno de los medios más importantes para mantener esta paz del monasterio es el silencio.

El silencio de los monjes no es signo de mudez, de vaciedad o de indiferencia. El silencio de los monjes es signo de plenitud, de reverencia hacia el Dios que trabaja dentro de cada hombre, es signo de dominio perfecto y equilibrio discreto en las relaciones con los hermanos. Por esta razón, un monje cisterciense del siglo XIII, Adán de Perseigne, pudo definir el silencio como el arte de saber hablar.

La hospitalidad

Una de las formas características del apostolado monástico, desde su aparición en la Iglesia con los Padres del desierto, es el ejercicio de la hospitalidad. Se trata siempre de una actividad inspirada en la caridad cristiana, que busca el bien de aquellos que se acercan al cenobio, ya sea para buscar ayuda y dirección espiritual, ya sea simplemente para rehacer sus fuerzas en el ambiente tranquilo del monasterio.

En el capítulo 53 de su Regia, san Benito, fiel a la tradición de los que le han precedido, establece como principio general acoger a todos los forasteros que se presenten al monasterio, y recibirlos como a Cristo en persona, ya que él, como recuerda el santo patriarca, un día ha de decirnos: «era forastero y me acogisteis». La acogida de los huéspedes aparece, pues, como un ejercicio de la fe y de la caridad. La recepción de los huéspedes no ha de ser en detrimento del ritmo de la comunidad. Por esto, el mismo capítulo enumera algunas medidas destinadas a salvaguardar sea el bien de los acogidos, sea la disciplina y el ritmo de la comunidad monástica.

Esta concepción de la Regla Benedictina fue recogida también por la tradición cisterciense. La historia recuerda que los monasterios sostenían los llamados «hospitales de pobres y peregrinos», locales destinados a ofrecer cobijo a las personas que se acercaban al cenobio, sobre todo a los necesitados y enfermos.

Una comunidad monástica, por principio, posee una serie de valores ‑el ambiente de oración, de paz, de silencio, para enumerar algunos‑, que pueden ser de ayuda para quien llama a las puertas del monasterio, valores que los monjes han de estar dispuestos a compartir con generosidad.

Por las hospederías monásticas pasan, no solamente aquellas personas que se plantean cómo responder a la llamada del Señor, sino también cristianos empeñados, deseosos de profundizar en la vida espiritual, de prepararse para cumplir mejor sus propias tareas, Puede darse también el caso de que se busque simplemente un ambiente de paz y serenidad para aceptar circunstancias dolorosas de la vida, o incluso encontrarse consigo mismo. Son aspectos de la actividad pastoral que los monjes han practicado siempre y quieren continuar practicando.